domingo, 29 de marzo de 2015

miércoles, 16 de julio de 2014

La entrañable transparencia

Vladimir de Alfonso Santistevan
Dir. Mikhail Page

Digamos que pasar unos días en el sur, sin ver nada de nada que sea teatro, tuvo la ventaja de ayudarme a decidir las ultimas obras que vería a mi vuelta a Lima. No fue difícil elegir Vladimir, una nueva puesta de la obra escrita en 1993, aunque sí fue difícil mantener mi decisión, pues en la obra se mezclaba, como nunca, mi propia experiencia personal dentro y fuera de la escena.

Fue difícil, decía, porque sospechaba y comprobé que aún recuerdo pasajes completos de la obra que dirigí y actué en 1996, y que pusimos en varios lugares del Perú. Difícil también porque en estos 18 años han pasado varias cosas conmigo que se asemejan a las que les suceden a los personajes, en particular decidir venirse a vivir a los Estados Unidos, divorciarse, etc. Más difícil aún porque la obra me recuerda la excelente experiencia de haber conocido a Alfonso Santistevan y Maritza Gutti en Lima, y ser recibidos en su casa, ver el video de la puesta que ellos mismos crearon en el 93, comparar las puestas, reír. Y ver cómo los años y las ausencias también han hecho de Vladimir lo que es en escena: un espejo que también proyecta mi propio pasado.

Pero Vladimir sigue siendo una obra muy potente, una de esas indispensables, si me permiten la  huachafería. Una madre y su hijo viven las últimas horas previas al viaje de ella alos EEUU entre cajas, recuerdos, deseos y el fantasma del Che Guevara. Ella, una mujer de izquierdas, a la antigua, al menos como parece que eran. Él, un niño-hombre acunado entre consignas de cambio social y la realidad violenta del senderismo de los años 80 en Lima. En la Lima de clase media, por supuesto, pero Lima al fin. Un muchacho más, Lucho, completa el reparto: fácil sonrisa, compleja vida que se asienta en los territorios del miedo. A veces aparece el padre de Vladimir, un recuerdo, es decir, algo peor que un fantasma. Y como ya dije, y diré de nuevo, la querida presencia, Comandante Che Guevara.

Santistevan había compuesto un cuadro perfecto, uno de antología, ahora me doy cuenta. Entre los ruidos de la calle una mujer con una maleta llena de sueños sepultados se deja ir, y dos muchachos muy disímiles, pero muchachos al fin, tienen que hacerse cargo de una casa. La obra es delicada como un cristal, finísima, aunque su final ahora quizás me suena forzado. O quizás soy solo yo que ha vivido lo vivido. Pero la línea de cada personaje es tan rotunda que pone la varilla muy alta en la dramaturgia peruana: tal vez hablamos del rol para actriz más ambicioso escrito en el Perú en los últimos 30, 40 años. Tal vez el rol de adolescente más difícil que puede interpretar un joven actor en el Perú. Porque ella es pasión y contradicción a una sola voz, y él es templanza y pasión, también a una sola voz. Y ambos son magníficamente interpretados por Magali Bolívar y Jorge Bardales. Con una densidad que da gusto apreciar, con una ligereza que sana las heridas profundas que la historia  misma deja.

Imagino que al joven director, interesado también en saber por qué se llama Mikhail, le interesará saber cómo se lee su puesta. Se lee muy bien, extraordinariamente bien, diría. Sobre todo viniendo de alguien muy joven y ya cada vez más lejos del contexto que dio a luz Vladimir. Hay detalles que dan para discutir (el acento del Che, su muerte) pero como dije, tal vez solo sea exceso de adrenalina de un espectador nada objetivo.

Ahora bien, con toda su potencia, sí sentí que algunos nudos de sentido se escapaban, o al menos, que habían perdido cierta vitalidad o urgencia. Vladimir es una obra que requiere una total participación del público para completar en su cabeza todo aquello que no está dicho. Todo aquello implica, sí, la guerra sendero-fujimori que nos hizo carambola a todos, y las hondas caídas de la fe adorable del socialismo a la peruana. Hondas caídas que se encarnan en la contradicción central de la obra: la partida de los socialistas peruanos hacia las entrañas de la bestia imperialista. Ese viaje simbólico que algunos izquierdistas han hecho solo a nivel de ideología y otros, más materialistas históricos sin duda, decidieron hacerlo más simple y se fueron de informantes de la Embajada de los EEUU. Esos datos sobre la peruanidad tan peruana que relata la obra, por ejemplo, serían muy complejos de presentar para alguien que no estuvo embebido de la historia. Y es esa contradicción central, la que tuve impresión que había perdido su peso original.

O tal vez sea simplemente que las contradicciones doctrinarias dejaron de estar en la discusión, por absurdas, por falta de pragmatismo. Luego de diez años de genuflexión ante la casta plutócrata-militar que entronizó al nisei tres veces, y de marchas de 4 suyos que incluían Ecoteva, un segundo García aún peor que el anterior, seductor con baba, y un izquierdoso golpista con ataques de pánico escénico; después de todo eso, me preguntaba en el Teatro Miraflores ese día, ¿qué cosa queda de la coherencia de un izquierdista de buena fe, de una mujer de buena fe como la Madre que es izquierdista porque eso le había dictado alguna vez esa cosa que solían tener en los setentas y llamaban conciencia?

Por lo demás, es curioso cómo opera el subconsciente: vi Vladimir el miércoles a las 8 pm. Al día siguiente estaba en un avión, y luego en otro, y luego en el gigante aeropuerto de Dallas. Y lo único que me venía a la cabeza no era la obra sino la carta aquella que Flores Galindo escribiera poco antes de morirse, para sus camaradas socialistas, denunciando a viva voz (sí, en Lima, la ciudad del sotto voce) cómo la izquierda peruana se había ido de bruces durante la época de la violencia, persiguiendo el confort y los buenos puestos académicos, siguiendo el sueño de la ONG propia, y el enriquecimiento a veces incluso de cara a una espantosa carnicería contra los nadies del Perú. Esa izquierda que hoy lleva chapa gastronómica y que nunca superó las contradicciones del poder y el privilegio en la sociedad de castas peruana. Y que es ubicua. Una izquierda bien faite, sin duda, racista y clasista a su modo, acomodaticia y por lo visto, que goza aún de buena salud.

Me paré de pronto a otear por la rampa del aeropuerto de Fort Worth y casi creí ver  a la mamá de Vladimir acercándose, caminando medio encogida, vieja, iba callada quizás, pero todavía portaba ese brillo rotundo en la mirada.


domingo, 29 de junio de 2014

Sueños de noche de invierno

Un recorrido por la Lima teatral dibuja un mapa diferente, incluso nuevo, de la Ciudad de los Reyes. Hasta hace unos años era relativamente fácil encuadrar ese trayecto: centro de Lima y Miraflores. Y el número de salas no era tan grande, sin dudas.
(Nota no al pie: llevo casi veinte años de visitante de la Lima teatral, pues como saben los que me conocen aunque nací en esa ciudad, viví, crecí y etcétera en Arequipa, la ciudad caudillo desde donde ahora mismo escribo este post).

Decía que el mapa de la teatralidad limeña se me antoja hoy por hoy, inmenso, difícil de siquiera graficar. Y casi imposible de seguir. De manera que los viajes a Lima –y eventualmente otras ciudades- son, en mis últimos nueve años un tour que trato de elegir con mucha consciencia. Eligiendo deliberadamente salas, circuitos, puestas. Solo una vez, desde que vivo en los EEUU, regresé a Lima y me dejé llevar como hoja muerta a cualquier obra que se me pusiera a tiro. El resultado me dejó un mal sabor de boca: uno puede dar vueltas y vueltas sin salir de un solo circuito, cerrado en sí, bastante diferenciado. Resultado, insisto: una imagen muy parcializada del teatro de la ciudad peruana. Y más parcializada aún sobre la teatralidad peruana. Una imagen poco rigurosa a la hora de pensar en tendencias, autores, grupos, valor del teatro para una comunidad, etc.

De otro lado es interesante lanzar esta idea que me quema hace tiempo: qué diverso es el teatro que se hace en Lima, en la propia ciudad digo, en comparación al teatro peruano que se exhibe en el extranjero como representante del Perú. Qué diferentes los horizontes de expectativas de audiencias en las zonas favorecidas y en las zonas marginales de la propia Lima. Y último, pero no menor, qué poco, poquísimo sabe Lima teatral del resto de ciudades del Perú. De sus propios procesos, sus tendencias si las hay, y sus autores. El teatro peruano así vive atacado por fuerzas centrípetas y centrífugas al mismo tiempo, por múltiples fuerzas que lo jalonean hacia afuera y hacia adentro, que lo llevan de forma esquizofrénica a remedar a Europa mientras no dialoga con su teatralidad tradicional andina, amazónica. Un teatro que es definido desde el extranjero, y que a su vez trata de definir todo, infructuosamente, a ciegas, desde Lima.
Me explico mejor: hay un teatro peruano que domina los circuitos académicos y de vanguardia en festivales y encuentros teatrales de Europa y los Estados Unidos. Hay también un teatro peruano que se hace en Lima, que sigue el derrotero de construir un sistema teatral regular, construyendo y manteniendo salas, prestigiando directores y autores, preferentemente locales. (Aunque lo de autores locales da para discutirlo más, ya sé). Ese teatro peruano de solo Lima tiene su propia dinámica y sus búsquedas no coinciden con las del teatro peruano que circula en festivales y universidades del extranjero.  Pero es más complejo aún. Hay además un teatro peruano que visibiliza salas, autores, audiencias que alejándose del circuito oficial de Lima se abre camino en zonas periféricas, Comas, Villa El Salvador, El Agustino. Aquí las búsquedas estéticas se empatan con las preocupaciones de la comunidad y las agendas se acercan bastante más claramente a la política local. Finalmente, pero más amplio incluso, está un teatro peruano nacido de los teatros regionales que son, cada uno, materia de indagación más profunda y sin duda compleja.

Ahora bien, aquí viene la parte discutible de este texto: si a mí se me ocurriera comparar el teatro peruano, con, por ejemplo, el teatro en los Estados Unidos - nadie se exalte y todos hagan las diferencias del caso-, pero igual si los comparo gracias estos años trabajando en el circuito non for profit americano de una ciudad muy teatral como Minneapolis; si comparo, mi primera conclusión es que la diferencia central es la naturaleza inconexa del sistema teatral peruano. Es decir, lo poco conectados que andan todos estos circuitos, compartimentos estancos que no se vinculan de manera eficiente. Se puede alegar que es la diversidad nacional. Pero los EEUU también tienen circuitos diversos, comunitarios, independientes, Broadway, pero nada de eso hace que el sistema no encuentre formas de vincularse e influirse mutuamente. En otras palabras: la diversidad del teatro peruano en verdad es división, partición en mini sistemas desconectados que recelan coordinarse. Tal vez así nunca podamos hablar de un teatro peruano.
En el sistema americano, por ejemplo, es prevalente que los teatros regionales y los experimentales se vinculen de alguna forma con el sistema central de los grandes ciudades teatrales de la unión americana. Así, en algún punto un escritor viviendo en Boston puede ser producido en Broadway sin moverse de allí, o un grupo experimental de Minnesota va a rebotar su éxito en Los Angeles, Chicago o Seattle. La calidad es su llave para abrir puertas.

Repito que hay que hacer montones de abstracciones y sustracciones para aceptar esta idea de la comparación, que reconozco es solo didáctica, en el mal sentido de la expresión, y desde luego muy discutible. Pero eso es lo que me encantaría provocar, discutir. Preguntarnos por ejemplo por qué nuestros autores locales no van mayoritariamente a las salas prestigiosas con los directores prestigiosos, o por qué un grupo teatral en Huancayo no tiene acceso a temporadas extensas en Lima, por qué un productor no irá a buscar talentos fuera del circuito de Lima, o por qué un trabajo peruano que impresiona tanto en Nueva York no circula por las regiones peruanas. La desconexión evidente es la nota clara aquí.
En lugar de tener una red, el teatro peruano está sostenido en cuerdas separadas, iniciativas individuales y muros de diferenciación.

Le dije el otro día a un amigo, caminando por el centro de Lima, tosiendo por el smog, que siempre quisiera ver un día obras de teatro más peruanas. Imaginar la más peruana posible. O sea, una obra, por ejemplo, que dirija Alberto Isola o Jorge Chiarella o Eduardo Valentín y que haya sido escrita por Sara Joffré, o Alfonso Santistevan o Daniel Dillon, con un reparto donde veas a Gianella Neyra, Pilar Núñez, Ana Correa, Alejandra Guerra, Ivonne Fraysinet,  Digna Buitron, Martha Rebaza. A Luis Ramírez, Giovanni Ciccia, Bruno Odar, Fredy Frisancho, Javier Maraví, Marco Ledesma, Gianfranco Brero, y un larguísimo, larguísimo etcétera. Solo es una ensoñación, quizás. Solo una idea. A  ratos perturbadora. Y que la obra la produzca La Plaza en colaboración con la Ensad para que después de salir en las marquesinas limeñas salga en gira nacional, vaya a salas no privilegiadas, a colegios, a ciudades como Tacna o Yurimaguas, y por supuesto, para que un día nos represente también en el extranjero como una muestra del teatro peruano. Demasiado sueño.

 ¿Ya me hizo daño el sol poderoso o el fresco de la noche de mi tierra sureña?

miércoles, 25 de junio de 2014

La controversia de Valladolid

Si al menos uno pudiera extrañarse de la Historia, salir, dejar atrás todo, tal como se hace cuando uno se va de la preciosa sala de Aranwa, y deja atrás los argumentos de Las Casas, de Sepúlveda, las ideas, la desgraciada certeza de los hechos consumados de la Conquista, la Conquista del Perú, este lugar que se inventaron los españoles.
Pero no se puede.

No, porque el Perú sigue siendo el país traspasado de colonialidad supérstite, como la llamó Mariátegui. No hace falta discutirlo mucho, eso está en cada esquina: la secuela de la herida colonial nos rodea. Si antes era mejor ser cristiano viejo, o chapetón, luego fue mejor ser criollo, o blanco, u occidental. Ahora dicen que es mejor ser liberales y posmodernos. Pero siempre es mejor ser parte de los vencedores, aunque eso solo sea una impostura. Porque el asunto central es que siempre es mejor no ser indio, no adherirse a la visión de los vencidos. Así, mentes colonizadas, nos hemos convertido en vencedores de nosotros mismos. Eternos vencidos por un fantasma cultural.

La América toda (de Canadá a Tierra del Fuego) sigue restañando sus grandes, insondables heridas culturales, atrapada en la vorágine que empieza el malhadado momento en que la Conquista descendió entre nosotros. Aunque tampoco parece haber un nosotros. Este nosotros del que hablamos así, tan simple, también es un nosotros escindido, insondable. Copiamos el ser, lo imitamos de Europa. La herida colonial también ha rasgado nuestras caras y en el fondo del espejo nos ha borrado las facciones: después de todo, siempre parecemos andar preguntándonos, ¿quiénes somos?

La Controversia de Valladolid es una pieza dramática que  Jean Claude Carriere escribió en 1992 (el año es importante) y fue luego una producción de TV con el admirable Trintignant en el papel de Sepúlveda. Carriere ha sido también responsable de entrañables adaptaciones al cine, La insoportable levedad del ser, El Tambor de hojalata, nada menos. La puesta que vi respetaba la pieza totalmente, hasta donde mi memoria alcanza -no tengo mi copia del texto aquí. Y los personajes centrales (Isola y Mazzarelli son, a su manera, cada uno, enormes e impresionantes) cumplen el cometido de crear una atmósfera ajena y a la vez casi cotidiana. Siento que la disposición circular del teatro Ricardo Blume multiplica esa atmósfera precisamente porque la energía de los actores está desatada, se dispara en varias direcciones a la vez. Es como asistir a un experimento atómico sin protección alguna. Además porque la cuarta pared, esa cosa que inventó la industria de la actuación en el siglo XX, simplemente nunca aparece. Por lo mismo creo que la Sala Blume es la mejor sala de Lima: la que está mejor dispuesta a arrancar al quehacer teatral de la capital peruana de ese sostenido y decadente realismo burgués que aún se explota en la mayor parte de teatros. Este espacio escénico ha definido la puesta, sin duda. La ha hecho lo que es: un sostenido duelo de ideas sobre heridas profundamente nuestras.

Llegado a cierto punto me preguntaba mirando la puesta, si acaso Carriére se imaginaba todo este contexto para la pusta de su texto: el Perú, un país donde los hechos de la traumática Conquista siguen abriendo violencias, donde la descripción que De las Casas entrega, espantado, con la voz partida, sobre la crueldad de la guerra, recuerda tanto nuestra guerra interna (interesante leer en la pared el comentario del ex presidente de la CVR, cuyo informe reconoce que el conflicto armado peruano se asentó y multiplicó sobre la base de una división racial y una evidente discriminación cultural). Un país gobernado dos veces  por un desquiciado ladrón que afirma que hay ciudadanos de primera y de segunda, por supuesto sin el menor asomo de la sutileza e inteligencia que despliega Ginés de Sepúlveda. Este país que hoy 24 de junio dice que celebra su indigenidad cuando tolera que su imagen más visible sea la innombrable parodia de una campesina indígena en la televisión. ¡Un país hipócrita? Tal vez algo un poco peor: un país inconciente.

Ahora bien, quisiera creer que todo esto está al menos en la cabeza, o en el inconsciente,  de todos los miembros de la audiencia. Prejuiciosamente, me pareció que alguna gente del público solo había ido a la sala para aparentar cultura. Calro, pienso, el teatro es también parte de esa cultura superior que los evangelizadores nos trajeron, que Ginés defiende, que el Legado del Papa vende. También el teatro ha hecho su parte en el proceso de extirpación de una cultura, qué duda cabe.

Por eso poco importa aquí si Carriere es o no fiel a la Historia. Nadie lo es, vamos. Todas las verdades históricas son suposiciones más o menos aceptables. A veces solo aceptadas por la fuerza del hierro que las impuso.

Así, no importa si Carriere se descarrila en el asunto central y hace pensar que en la Junta de Valladolid se discutía si los indios era hombres o no, cuando lo que realmente se discutió era quién tenía el derecho de ejercer tutela, léase, explotar los derechos económicos que generaba el trabajo de los indios.  Porque lo que estaba en debate no era el destino de los indios ni su alma inmortal, sino solo su fuerza de trabajo mortal, muy mortal.

Tampoco importa si la obra se inventa dos o tres artefactos teatrales (la inverosímil cabeza de Quetzalcoatl, la más inverosímil familia de mexicas expuesta). Incluso hay quienes suponemos que también inventa el Debate mismo, que tal encuentro realmente nunca existió, que solo se enfrentaron ideas, se cotejaron cartas y se decidió en el silencio sepulcral con que la Iglesia Católica suele barajar sus cartas.

Poco importa tampoco si Carriere adhiere a la idea del buen salvaje, preste oídos a la leyenda negra (no en vano inventada por otros europeos que hicieron iguales o peores cosas que los españoles) o presente indios pacíficos y cosificados donde hubo etnias con su propia agenda y en guerra permanente y disputa territorial incontrolable, etnias que negociaron la caída de México, como las que apoyaron aquí la caída del Tahuantinsuyo.  Tampoco es importante darse cuenta que todo inclina claramente la balanza hacia Las Casas -la escena bochornosa donde el Legado es comprado es francamente caricaturesca.

No importan todas estas licencias de un dramaturgo francés moderno  intentando reprochar un legado del que su propia cultura también forma parte. (¿Su manera de ganar el cielo sin perderse las delicias del infierno?)

Porque nada de eso salva la falla central, que no es de Carriere ni de esta muy buena puesta, sino que es la falla civilizatoria de occidente. Es la falla de una modernidad que inventan los europeos hambreados del siglo XV y que está basada en una manera de ejercer el poder que implica el etnocentrismo más violento de la historia universal. Etnocentrismo que incluye,  primero que nada, la propia idea de dios de los cristianos que siguen a San Agustín de Hipona, la misma idea de Bien de los occidentales que invocan a Aristóteles. El modelo civilizatorio europeo que llega a América y que explica este mundo desgraciado que tratamos de resolver, arranca con una falla simple pero insalvable: el creer que la propia es la única lengua, el propio es el único credo, y la nuestra es la única manera de dominar. Y que quien se opone a este designio está capturado por las fuerzas del maligno.

¿Podían resolver este asunto un grupúsculo de curas y filósofos en un convento vallisoletano en 1550-1551? ¿Les era dado? ¿A ellos, religiosos que se tomaron por poseedores de una verdad revelada, indiscutible? ¿Paladines de un credo que implicaba la abolición de los otros credos?
Desde luego que no.

Ellos navegaron igual que nosotros hacemos ahora, yendo y viniendo atacados por nuestras propias tormentas del bien y del mal, siendo a veces lascasianos y a veces sepulvedianos, por trechos, en circunstancias diferentes, no siempre iguales. ¿No acaba Obama de defender la guerra justa mientras se llena la boca defendiendo los derechos humanos? Lascasianos y sepulvedianos, dos extremos que comparten el mismo escenario de nuestra consciencia: bicéfalo monstruo medieval.

Así, si bien los argumentos que más impresionan, por su desgarradora fuerza, son los de Las Casas, los que realmente llevaban la razón del mundo real -la razón colonial- son los de Sepúlveda. Porque Sepúlveda es claro y realista, y Las Casas es alambicado e idealista. Porque uno es crudo y  otro es apasionado, pero ambos son reales. Y porque nosotros, occidentales (¿occidentales?) somos también las dos cosas. Dos caras de una moneda que tiramos al aire esperando que el porvenir discierna nuestra consistencia moral.



domingo, 22 de junio de 2014

Memorias encontradas: "Cómo crecen los árboles" de Eduardo Adrianzén

La memoria es un mapa para recorrer un laberinto. Algunos dicen que también sirve para salir de él. Y aunque es verdad que ese mapa se hace y rehace constantemente, paradójicamente -y en teoría- nuestra memoria debería tender a ser mejor a medida que nos alejamos de los hechos, a medida que llegue la aceptación y el consenso.

Es claro que eso no sucede aún en el Perú. 

Aunque los hechos traumáticos del conflicto armado peruano son incontestables, la memoria de tales hechos es hoy por hoy un campo de batalla abierto. Una lucha por controlar esa memoria. ¿Por qué no se impone una narración general, central, sobre los hechos armados, un control de daños y se avanza hacia otra etapa de autocomprensión?, pregunta el suouesto sentido común. Mi respuesta preventiva, ciertamente desconcertada, es esta: los actores políticos y sociales que aún tienen influencia en la cosa pública peruana tienen interés en que no haya tal memoria. Porque no les conviene. Porque ocultan algo o al menos, están tapando huecos. Temen, eluden la justicia, no les importa. Es difícil de saber bien. Medios de comunicación, militares, gremios, activistas, senderistas, esa cosa que queda de los partidos políticos, potencias extranjeras democratizadoras, traficantes de armas, y un largo etcétera, cada uno tiene su parte en esta opereta de la memoria del conflicto que vivimos, aunque casi nadie se anima a explicitarlo. La consecuencia: duelos verbales que no nos llevan a ningún lado. Duelos que parecen solo agudizar las diferencias y someternos a la ley de la selva.  A la ley de la guerra.  

En el clímax de la obra Cómo crecen los árboles de Eduardo Adrianzén ese campo de batalla lo es literalmente: un ex marino perseguido por violaciones a los derechos humanos y un revolucionario démodé se enfrentan a balazos en una casa de clase media limeña y terminan matando a la cocinera de la casa, en frente del muchacho que quiere salir adelante, también, cocinando. 
La pieza ha llegado a ese punto después de registrar el presente del Perú casi como un noticiero, dándoles esta vez categoría ficcional a palabras como Gastón o Marca Perú, o a supuestos insultos como caviar. Adrianzén no le saca el cuerpo a lo cotidiano, al contrario, incluso en su sentido más denotativo. Diría que por eso la obra funciona como si a uno le gritaran todas esas cosas en plena cara, a excesivos decibeles.
¿Eso hace la discusión sobre la memoria del conflicto armado más útil?¿Sirve a la causa de edificar una memoria ejemplarizadora? ¿O solo refuerza las posiciones encontradas? Cuando se le quita la distancia que permite reflexionar y aceptar, cuando se instala la tensión porque el problema aludido, como todos sabemos, no tiene solución, ¿no se termina trivializando el asunto? ¿Consolándonos con al menos hablar del asunto? Es decir, parece que habláramos del problema, lo enunciamos, a grito pelado, exponemos nuestros argumentos sin ambages, pero en el fondo ¿la única solución posible siguen siendo las armas?

Hundido en una butaca del simpático auditorio del MALI, no encontré cómo responderme ninguna de esas preguntas.

Como apostilla Todorov en Les abus de la mémoire, “en el mundo moderno, el culto a la memoria no siempre sirve para las buenas causas, algo que no tiene por qué ser sorprendente”. Por supuesto, Todorov está pensando en lugares donde existe Estado y políticas culturales de la memoria.  Para el crítico, deberia haber una sistemática atracción en las democracias modernas por hacer de la reconstrucción de la memoria parte de los programas oficiales de cultura, y a través de estos, de la construcción de las identidades nacionales. Identidades que sin misterio alguno, son definidas constantemente por las élites culturales de cada comunidad.  
Ahora bien, el interés por estabilizar una memoria no está siempre acompasado con una dedicación a abrir puertas a interpretaciones constructivas de los hechos pasados, ni tampoco siempre ha conllevado una reparación real o simbólica de los abusos. Todorov critica por ejemplo los proyectos de recuperación de la memoria que no se proponen ser selectivos, es decir, que no tienen como fin último retomar hechos del pasado con el objetivo de hacerlos materia de un análisis que apunte a mejorar el presente. En breve, el asunto central no es hacer memoria, sino hacer un uso ejemplarizador de la memoria.
No hay camino a discutir una memoria  si ella no está construida sobre reparaciones morales y materiales previas. Sino la memoria supuesta es solo saludo a la bandera, letra muerta, pendejada psicosocial.

Por supuesto, Todorov, Europa y sus buenas lecciones, mal que mal trabajan sobre el supuesto de la existencia de ua política cultural de la memoria, un proceso social. Nada de eso aquí, a la vista. En materia de derechos humanos también solo exportamos materia prima.  

En Cómo crecen los árboles, Adrianzén ha puesto todas estas contradicciones de nuestro momento con sinceridad extraña para este país, diría que casi con ingenuidad. Por momentos suena superficial, por momentos insoportablemente realista. Todas estas contradicciones que vivimos hoy y en el futuro tal vez se conocerán como la etapa del negacionismo Marca Perú. Y Adrianzén lo ha hecho a su modo, con un naturalismo de amplio espectro, básicamente  a una audiencia de clase media alta urbana, con frases sencillas y escenas que raspan el melodrama televisivo. A veces también se encuentra con un desatado humor. Se acerca por momentos a la declaración de principios del mundo caviar, esa realidad paralela en que vive cierta izquierda blanca del Perú. También coquetea con la pesada discusión setentera y hace piruetas para superar claves inverosímiles de un relato policial ambientado en Miraflores exactamente hace un año. 

Pero apasiona que lo haga, que esta puesta deje preguntas y más preguntas. Aunque suenen impostadas, a ratos, las preguntas se sostienan al final por la angustiante realidad que las generan. Incluso si la resolución final también, como es de temer,  se hunde en el más grave pesimismo. Al fin y al cabo, los dos monólogos seguidos del final (de la mujer andina, del muchacho chef) suenan solo a deseos, a proyectos, incluso a ruegos al viento.  Pesimismo a pesar de sí mismo.

Tres horas antes de la función mi familia y yo recorremos el Gran Parque (donde a las 7 pm no dejan pasar al ciudadano común, sobre todo si no parece turista, o no parece gente importante). En el Parque comemos. Hay una feria de agricultores, varios de zonas que eran rojas en nuestros tiempos. Hay también un concierto de nuevas voces andinas. Y bailes de niños, mujeres, estrellas casi sin fulgor. Pasos de baile donde conviven huaylas, cumbia y hip hop. Mucho ruido y burbujas de jabón.

Y en las letras lacrimógenas, originales y desconocidas, desamor y exclusión se dan curiosamente la mano. Me dejaste, me vine a la cruel capital, y yo no quería ninguna de esas cosas. Afuera el Perú avanza. Con los ojos cerrados, avanza.

viernes, 20 de junio de 2014

Terceras personas

 Tres tristes teatreros (Zarauz, Pilares y este servidor) detenidos en la puerta del Parque de la Exposición por un guachimán con perro:
- No se puee cruzá el Parque
- Pero venimos a ver una obra de teatro. En la Cabaña.
-¡Cómo se llama la obra?
Me pico: "La tercera persona, escribe y dirige Daniel Dillon, ¿ya la vio?". El tipo rumia algo que ya mi oído no sabe registrar. Pasamos. "¿A la salida nos va a tomar examen sobre la obra, también?"
Acercándose de a pocos a la ENSAD uno entiende a lo que se refieren los que dicen que la Cabaña ha sido destruida. El precario local de la Escuela parece una chocita vietnamita milagrosamente en pie a lado de un hueco de explosión nuclear. Al menos los huecos de explosión nuclear no son usados para conmemorar los bombardeos con conciertos cada fin de semana.
A Dillon lo conozco de libros, de puestas, de amistad de facebook, o sea, amistad fake, pero nunca lo he encontrado en persona. Y aquel miércoles tampoco pude. Pero al menos vi La Tercera persona, esta singular pieza en este singular teatrito que aloja la Escuela pública de actuación más importante del país.
Al principio la obra me hace pensar en La Noche boca arriba, el cuento de Cortázar. También en El Aleph, el firme, o sea, el de Borges. Un accidente, un golpe en la cabeza, una pérdida de consciencia. Un descubrimiento de mundos paralelos, de tiempos que se aplastan en la línea que divide inconciencia y consciencia. El anhelo de sentido, de descubrimiento de todo. Dillon se anima a jalar esa cuerda con atrevimiento de la mano del recurso metateatral: escribir en el teatro es, después de todo, hacer en frente de la audiencia. Escribir en el teatro no existe. Los escritores son decidores fantasmas que poseen cuerpos y espacios. Y que poseen al tiempo.
Los primeros minutos pasan extrañamente lentos. Lentos y placenteros. Para el momento en que terminan de entrar todos los personajes ya sé que la obra no irá hacia ningún lugar, que esta dramaturgia de la presencia corporal y la palabra desesperada que se dice susurrando, no avanzará hacia un clímax. Después de todo, pienso, Dillon sabe que no se puede hacer otra cosa en ese callejón sin salida que ha planteado. Si hay un mundo entre los mundos de lo real y lo onírico, ese mundo será lo que una telaraña es para una mosca.
La pieza sigue. No puedo decir que avanza. Se despliega solo para conocer que el muchacho tiene pulsiones eróticas por la prima, reprimidas por el tabú del incesto. Que tiene una madre que nunca será su madre. Que el padre es fantasmático, borroso, más comatoso que el propio protagonista.
Así va La tercera persona, barco de papel que se aproxima a los rápidos.
Me volteo a ver a mis ocasionales compañeros de audiencia: muchachos, estudiantes de la propia Ensad, uno que otro profesor de la Ensad, también. Dos actores de TV que no conozco ni de broma. Sesenta y tantas personas atrapadas debajo de la cabaña sobreviviente. Allí me empieza la verdadera angustia de existir. Uno no puede resistir sonriendo el peso de la exclusión pero eso no tiene nada que ver con la metafísica de las costumbres, ni con la metafísica a secas. Ni siquiera con las certezas del extrañamiento con sustancias. Lo que es insoportable es el pesado manto de concreto excluyente que nos han echado encima a todos allí mismo. Esa angustia parece condena simple, pero es discrecionalmente sociopolítica.
Volvamos, entonces: un escritor se golpea la cabeza y siente que la instancia de lo real lo ha condenado. Entonces, imagino, se pregunta ¿Puedo yo como escritor vivir de mi escritura? ¿Puedo yo, muchacho cordial y sincero, esperar el amor, el respeto, o al menos, eso que llaman vida decente si no tengo colleras, si no pertenezco a la gente con suerte, si no deseo perder mi libertad creativa?
¿En verdad así de simple y mínimo es el código que descifra el destino de ser artista antiburgués en una sociedad burguesa?
La noche que llegué caminamos con Clever Serrano desde la plaza San Martín hasta la puerta del Parque de la Exposición. Una espera de combi a la una de la mañana. Clever, psicólogo, tan tranquilo como el personaje de la obra de Dillon, esa energía tan extraña en esta ciudad desquiciada. Hablamos de lo loco que es este teatro peruano. No las puestas ni los textos, sino los artistas. De lo loco, desquiciado, que es tener un batallón de genios derrotados ante los ejércitos de la frustración. Perú, el país que peor trata a sus artistas. Perú, padre desgraciado de sus hijos más sensibles. Padre que ni siquiera merece desaparecer. Merece lo que le hace Dillon en la obra: desdibujarlo, despintarlo. Sabe de lo que habla: Dillon sí es un escritor de teatro peruano viviendo en el Perú.
Pero más allá de ese gesto, por supuesto no creo en la libertad creativa. Todo el mundo sirve alguien, sentenció Dylan en su época religiosa. Todo el mundo tiene sus amos y ansía comprarse sus esclavas.
La tercera persona acabaría bien veinte minutos antes de acabar, sobre todo antes de anunciar por segunda vez que está acabando. Porque la audiencia no puede parar la puesta y decirle "A callar, se acabó la pesadilla". Nadie puede. Entonces, ¿para qué extenderla? Tal vez acabaría mejor también si el extraordinario personaje que construye Fito Valles no se viera obligado a llorar por su propia muerte ni a soñar el futuro, ambas cosas son absurdas ante la muerte. Inútiles.
Después de todo, pienso, una vez que haya muerto el perro no solo se nos acabará la rabia.

jueves, 19 de junio de 2014

Estrella en Villa

Estuve tentado de empezar escribiendo: "la distancia que separa la  modernidad a la latinoamericana y el pasado colonialista se puede recorrer hoy en solo 29  minutos gracias al Metro de Lima". Pero sería tonto plantearlo así, solo porque me tocó ir hasta Villa El Salvador (sur de Lima), para encontrar la puesta de Estrella Negra en el Festival Creadores Creando Comunidad de Vichama, legendario grupo del también legendario César Escuza.
Porque Estrella Negra es muchas preguntas más. Es la situación de los negros uruguayos hoy, que luego de dos siglos de modernidad occidental siguen siendo la población más vulnerable por la pobreza, por la falta de educación.  La situación de las negras en el Uruguay, donde una de cada tres está destinada a ser empleada doméstica. Uruguay, quizás el país más educado de América Latina. O el menos deseducado, mejor.
Pero este unipersonal escrito por Adriana Genta es, como decía, mucho más que un titular de periódico. Es un comentario generacional de las clases medias luego de épocas de consensos en Washington y ajustes de cuentas con la izquierda setentera y una reapertura de las grandes discusiones nacionales. Por ejemplo la inclusión como asunto central de la nacionalidad. O al menos un ponerse al día con lo que siempre se ha reprimido en la discusión pública.
Y luego, ¿por qué Alberto Isola, acaso el director teatral más importante del Perú, elige esta obra ambientada en el Uruguay independentista, y sube a escena a la mujer negra para hacerla recorrer salas convencionales y no convencionales? Nota para extranjeros: no es común que los productos teatrales del curcuito privilegiado limeño salgan en difusión, incluso a las áreas más pobres de la Gran Lima.
Estrella, el personaje central, narra su historia, la expone encarando a la audiencia. Porque buena parte de su real historia es su sola presencia en una sala de teatro que es, nadie se sorprenda, un típico espacio de la ciudad letrada  (como diría el gran uruguayo Rama). Un actriz negra actúa su negritud pero el grado cero de su gesto teatral es su sola presencia. No sé cuánto se haya discutido la presencia del racismo en el teatro peruano y latinoamericano, pero es claro que ni se escribe con frecuencia literatura dramática por y  para negros, ni se rompe la barrera del huachafamente denominado biotipo a la hora de poner obras. Digo, para aclarar, qué poco común es un Hamlet zambo, mulato o indígena en las salas profesionales de Lima, Bogotá o Santiago. Hace no mucho distraídamente los productores de Hairspray en Lima no consiguieron un actor de color, dijeron, y pintaron al protagonista como en los peores tiempos del cine hollywoodense. ¡Pero si color es lo que nos sobra!!  En fin, tema para discutir.
Guillermo Rochabrún defendía que el constructo raza es un absurdo científico. Y lo es, sin dudas. Pero el racismo sí que no es un absurdo y existe más allá de la raza, o mejor, por encima de la raza, en un territorio de lo gestual y lo imaginario. Eso lo hace más complejo de atrapar. Eso lo hace más real.
Ahora bien, tengo un extraño privilegio que compartir aquí: no había visto nunca antes a la excelente actriz Anaí Padilla. No veo televisión, y lo digo en serio, y ahora leo que ella ha hecho varias telenovelas. No sé si es una ventaja para mí o no, pero en todo caso, mi memoria teatral de Anaí Padilla empezará con este espléndido tour de force a lo largo de 45 minutos intensos y sabiamente dosificados. Es cierto que a veces el texto me hacía sentir requiebres muy cómicos, muy rioplatenses, que esta puesta no se había animado a explotar. O tal vez es solo nuestra tendencia natural, peruana, de privilegiar esa otra voz, tan tensa, incluso estrangulada. Una voz ahogada. Tal vez los uruguayos pueden plantearse la discusión sobre el destino de la negritud uruguaya precisamente porque es una minoría (12% de su población), y se puede estar distendido. Pero qué hacer con el Perú donde la verdadera minoría étnica es la blanquitud, que curiosamente es ubicua aunque sea demográficamente liliputiense.
Pero aquí me golpeo otra vez contra la puerta cerrada que este espectáculo aún tiene para mí. Si Estrella, la mujer negra que se enamora de Artigas (el padre de la nación uruguaya, el nuevo amo) se enamora metafóricamente del proyecto de libertad que Artigas encarna, una utopía que abraza con fuerza de madre que amamanta; me pregunto, ¿qué le ha dado a cambio esa libertad de utopía al ciudadano subalterno, qué le han dado esos ideales republicanos  que encaminaron a la Independencia de las provincias del Río de la Plata si, como vemos, dos siglos después el amo ha cambiado solo de estilo de ropa, y las fuerzas de cambio social no alcanzan -porque nunca alcanzaron- a los que están de verdad abajo?
Es claro que se trata de una modernidad fallida, pero el dato interesante es que tal falla no es un efecto secundario: al contrario, está en el centro del proyecto de nación latinoamericana. La negritud nunca fue considerada. Las naciones sudamericanas fueron construidas por  y para prohombres blancos criollos, punto. Mujeres, indios, negros, y todos los demás, simplemente a esperar el azote de los siglos.
Entonces tiene sentido que en la obra la mujer negra sea abandonada a su suerte.
Es el proyecto de nación el que la abandonó, y más cerca en el tiempo, en el contexto de la escritura del texto, es el proyecto de modernidad norteamericanizada que hemos metido en nuestras bocas sin fijarnos. En todos esos casos, la exclusión no es la excepción, es la regla.
Por eso se anticipa la confusión  de Estrella y el ominoso destino del niño. Porque la larga cadena de la historia que sigue esclavizando, en nuestra propia cara, aquí, ahora, no se ha roto ni mucho menos. Está por ejemplo, a solo 29 minutos desde Miraflores.
Sola y ya callada, al final,  Estrella ve como el silencio malo se sigue extendiendo, simplemente se sigue extendiendo.


miércoles, 18 de junio de 2014

Edgard Guillén: la teatralidad que no se ve

Secretamente me había hecho la promesa de ver  todo el teatro posible en mis días en Lima y Arequipa. Pero empezando con Guillén.
Henos aquí, mi mujer y yo, recién aterrizados cruzando la urbe cruel para llegar a la única función de La Misa de Hécuba que podíamos alcanzar, en la AAA, centro de Lima. Lugar terrible, para más señales a los extranjeros: el centro sigue siendo tierra de nadie, oportunidad de muchos, dicen, pero igual un lugar difícil para dejar abandonado un teatro que ha sido testigo de puestas espectaculares y legendarias. A lo mejor hay más de leyenda que de realidad, pero eso hace lindos los lugares, lo que queda en la memoria.
Henos aquí, decía, tratando de llegar y la ciudad impidiéndolo.  La adusta amabilidad de unos amigos nos metió en un auto timorato esquivando combis y suicidas y choros, o choros suicidas. Demasiado para las primeras horas en Lima, es cierto.
Para hacerla breve, la amabilidad nos hizo llegar tarde. Un taxi nos hubiera hecho llegar tarde también, quizás, pero al menos uno puede quejarse. En fin, eran las 8. 14 pm, Edgard y Clever Serrano habían empezado, el gran portón cerrado y ni la amable invitación de José Infante de ingresar tarde nos convenció de hacerlo. ¿Huachafería? No sé, llámenle romanticismo, mejor. Me había hecho a la idea de ver a Guillén primero que a todos. A Guillén, a quien conocí en 1987 cuando con 14 años me incribo en su Taller en Arequipa y él, el monstruo del escenario que había visto en Carné de Identidad, él mismo y su  mirada reptil, me vieron de pies a cabeza: "¡Tú? ¡tú también estás en el Taller?... No me quejo: qué hacía un chibolo flaquito en ese taller de voz donde Guillén nos revelaba su manera de ser una voz. Como diseccionar un Stradivarius. Inolvidable.
De allí en adelante Guillén ha sido siempre Guillén para mí: un padre, un pata, un confesor, un compañero de cuarto de hospital. Nosotros lo entendemos.
El destino de que Guillén sea tan arequipeño como para ir tantas veces a su tierra, me dio esa suerte monumental de ver casi todos sus unipersonales. Si no todos. Todos. Lo he visto volver al pie del volcán transformado en Lorca, en Emily, en Ricardo III, en Fausto. Guillén ha sido nuestro Melquíades teatral. Guillén ha sido el teatro de Arequipa, también. Ha sido más teatrista arequipeño que muchos de los que estuvimos allí. 
Y quiero creer, es mi esperanza, que algunas veces he vuelto a verlo solo para recordarme a mí mismo cómo empezó esta cosa extraña que llaman pasión por el teatro, esa cosa que tengo metida en el cuerpo como algo que no me pertenece, a veces parece divino, a veces simplemente putrefacto.
Henos allí, la puerta cerrada, el patio fantasmal de la AAA y la voz de Guillén escapando por entre las rendijas, atravesando los viejos tablones y haciendo vibrar el barro, la quincha, las paredes todas. La misma voz que después repite al pie de una ventana del Bolívar y frente a un pisco sour, la violencia solo engendra violencia. Desesperación y  bullicio. Afuera la desesperada Lima y sus paseantes muertos en vida, sobrevivientes de la guerra, habitantes de una Comala sin nombre aún. La Lima que cree que progresa porque tiene mejores tumbas. Y allá adentro, Guillén, el viejo griego gritando a sus 76 años que la violencia es simplemente una mierda. Una mierda incomprensible. Humana, como la mierda, pero igual: el detritus de nuestra condenada especie. Una cosa con la que nadie quiere lidiar pero que está adentro, sale de nosotros, vuelve, la bebes, la respiras. Condenados en este planeta solipsista que ni Eurípides ni nadie jamás podrá entender.
En medio, de pie, como hacía de niño, imaginándome que todo en mi vida era parte de una película medio graciosa, que esta escena era la chistosa: viajar 6 mil kilómetros y perder la única obra que no podía perder. El magnífico inicio de mi aventura teatral por los campos del Perú. Ja. Y no llegué.
Solo la voz mediada por la pared colonial me la traía. Esa voz que a veces en sueños parece salir de mi propia boca.

jueves, 11 de julio de 2013

Historia del Teatro en Ayacucho


Para alentar la memoria colectiva, aquí dejo las dos partes de un breve documental sobre historia del teatro en Ayacucho, hecho por Carmen Aroni, Jesús Ospina y Wilber Sulca. No solo es la oportunidad de conocer una experiencia muy antigua y rica de teatro en el país, también de escuchar a maestros como Marcial Molina y Jorge Acuña.

Parte 1

Parte 2

lunes, 8 de julio de 2013

¿No hay estudios teatrales en el Perú?

El tema sale últimamente con regularidad. Pero como muchas cosas que forman parte del acervo coloquial, por lo general son solo exageraciones. O directas falsedades.
Estudios teatrales ha habido y sigue habiendo en el Perú, realizados por estudiantes universitarios de diversas especialidades, por profesores universitarios, por teatristas, por investigadores afiliados a instituciones o independientes. Solo mencionaré de paso trabajos y personas que pude conocer, entre teatros, universidades, librerías y conversaciones de café, en este viaje 2013: David Rengifo (a quien conocí en un Coloquio en San Marcos) está trabajando en Francia en una historiografía del teatro de la posguerra del Pacífico en Lima, Manuel Valenzuela viene escribiendo ya varios trabajos sobre el teatro como recurso de propaganda usado por Sendero Luminoso en la época terrorista,  Ivone Barriga (fallecida el 11 de abril) dejando una tesis doctoral sobre las problemáticas del teatro comunitario a partir de la experiencia en Lomas de Carabayllo con Puckllay. Además, los trabajos publicados ya de Malcolm Malca o Rodrigo Benza en la PUCP, de Alfredo Bushby en la PUCP también, sobre la dramaturgia peruana contemporánea. O el estudio  de Carlos Espinosa sobre  Mario Delgado. Los trabajos sobre performance de Richard Leonardo en la UNFV. O las ediciones criticas como la de Marcel Velásquez sobre obras de Leonidas Yerovi.  O una enciclopédica etnografía de Rodrigo Montoya sobre Villa El Salvador, con un grueso apartado dedicado al teatro de Villa, y a Vichama en especial. Amén del trabajo constante de investigadores-teatristas como Sara Joffré, en su reciente volumen dedicado a la obra crítica de Alfonso La Torre, o de Miguel Rubio sobre la Guerrilla en la Fiesta de Paucartambo. Y varios otros, sin duda, que se escaparon de mi recorrido.
Pero hay muchos más que me tocó conocer: estudiantes de Literatura de la UNSA escribiendo tesis sobre los carnavales y las fiestas sureñas, estudiantes de Historia haciendo una tesis sobre historia del teatro en Arequipa en el siglo XX, otra estudiante de San Marcos haciendo una tesis de maestría sobre Yuyachkani.
El semillero no se agota.
En 2008 y 2009 me tocó organizar Coloquios de Estudios Teatrales, y nunca faltaron ponentes, al contrario. Y ahora en mi Taller de Teoría teatral en la AAA se incribieron 30 personas. Y solo hablo de las muy recientes experiencias. Si uno echa una mirada a, digamos, los últimos 15 años, encontraría suficiente material para varias cátedras de estudios teatrales, y sería más que estimulante pensar en que el campo ya está constituido, al menos en la práctica. Falta oficializarlo.
Pero allí es donde está el problema precisamente: en la institucionalidad de los estudios. En breve, no existe tal institucionalidad. Los estudios teatrales flotan entre el ambiente artístico y el académico, sin llegar a consolidarse plenamente en ninguno de los dos espacios. Es increíble que la línea de estudios teatrales (no un curso simple) no exista como tal, como línea de investigación,  en los programas de Teatro de las escuelas superiores y universidades, ni mucho menos en las escuelas de Literatura (lo de San Marcos y San Agustín es una casi imperdonable omisión). Así, los estudios teatrales que existen, que aparecen sucesivamente, también corren el riesgo de desvincularse entre sí, de seguir una fantasmática trayectoria que parece insólita, pero que no lo es en absoluto.
Parece que también en materia de estudios teatrales hace falta un ejercicio  de memoria.